Una encuesta realizada por GFK hace pocos días señalaba que el 80% de los encuestados estaban de acuerdo con el Decreto Legislativo No. 1182, también conocido como Ley Stalker o Ley de Geolocalización. La pregunta hecha a los encuestados, incorrectamente planteada, era si aprobaban “el decreto que permite a la Policía acceder a la ubicación geográfica de los celulares desde los cuales se realicen extorsiones, como medida para ponerle fin al sicariato”. Obviamente, la gran mayoría de los encuestados estaba de acuerdo con que se capturen delincuentes. Sin embargo, ¿es esto de lo único que trata el Decreto Legislativo No. 1182?
La mal llamada Ley de Geolocalización no tiene nada que ver con el sicariato, los secuestros, ni con meter a la cárcel a delincuentes. Por el contrario, la norma establece dos medidas diferentes cuya justificación y razonabilidad deben de analizarse por separado. Por un lado, señala una regla general que aplica para cualquier delito castigado con más de cuatro años de cárcel (la mayoría, incluyendo el plagio de obras) y permite a la Policía Nacional ubicar y monitorear en tiempo real el desplazamiento del equipo asociado a cualquier número telefónico sin necesidad de orden judicial. Adicionalmente, obliga a todos los operadores de telecomunicaciones a guardar los registros de llamadas, desplazamientos geográficos, datos accesos a Internet y cualquier otro registro asociado a las comunicaciones de todos los peruanos por tres años como mínimo. Como se aprecia, estas normas aplican a todos los peruanos, en todos los casos y, lo peor de todo, en sí mismas no constituyen una garantía de que servirán para capturar delincuentes.
Algo que vengo escuchando seguido desde que salió esta Ley es que el común de los ciudadanos no tenemos nada de qué preocuparnos porque esta ley es solo para quienes cometen delitos. Por el contrario, creo que esta norma afecta la privacidad de todos los peruanos y debe de preocuparnos por igual. Gracias a esta ley, la información en tiempo real del paradero y desplazamientos de cualquier persona ligeramente sospechosa de cometer cualquier delito podrá ser monitoreada por la Policía. Peor aún, incluso cuando esta información no sea monitoreada, todos los registros relacionados con nuestras comunicaciones por teléfono y por Intenret será almacenada por las empresas de comunicaciones en archivos gigantescos que las autoridades podrán pedir en cualquier momento para indagar en nuestra vida. En buena cuenta, esta ley convierte a las empresas operadoras en los ojos y oídos del Estado sin que se distinga entre ciudadanos inocentes, culpables, sospechosos, menores de edad, políticos, periodistas, etcétera. En los términos planteados por la ley, todas nuestras comunicaciones ya están engrosando un archivo asociado a nuestra identidad y cualquiera que resulte sospechoso de cometer cualquier delito podrá ser monitoreado de cerca por la Policía.
Al mismo tiempo, para cualquier entendido en tecnología resulta evidente cómo estas nuevas reglas no son la solución mágica a la delincuencia. Aunque parece llena de buenas intenciones, la norma plantea más problemas de lo que resuelve y no da cuenta de haber sido consultada con especialistas en investigación criminal. Así, por ejemplo, si una extorsión se está llevando a cabo desde una cárcel, desde un edificio de varios pisos o desde un lugar con gran concentración de personas no hay nada que pueda ayudar a la Policía a identificar al sospechoso. De la misma manera, los delincuentes pueden utilizar teléfonos móviles desechables para realizar las llamadas que luego pueden dejar abandonados en la calle o incluso hacerlas desde teléfonos fijos o públicos. Lo que es peor, incluso en los casos en los que la Policía pueda dar con el paradero del sospechoso, la dudosa constitucionalidad de esta herramienta dará paso a numerosos procesos judiciales donde los abogados de los delincuentes intentarán levantar el arresto o la prueba por haberse obtenido vulnerando derechos fundamentales. Por otro lado, bajo un régimen de retención de datos de tráfico, los delincuentes pueden elegir no usar servicios públicos asociados a su nombre y, por ende, si es que las autoridades alguna vez investigan esos registros no encontrarán nada relacionado con su accionar delictivo que luego pueda servir de prueba.
No creo que hayamos perdido el sentido de la privacidad pero sí estamos perdiendo la perspectiva de nuestros derechos. Tenemos derecho a que la información sobre nuestro paradero o el registro integral de nuestras comunicaciones no sea almacenada o consultada por nadie que nosotros mismos no hayamos autorizado. Tenemos derecho a ser tratados como personas libres e inocentes. La verdadera pregunta que la encuesta debió haber hecho es: “Aprueba o desaprueba la ley que permite a la policía monitorear el movimiento de cualquier persona sin orden judicial y ordena a las empresas de telecomunicaciones a guardar registros de toda su actividad por tres años”. No hemos perdido el sentido de la privacidad, pero todavía no comprendemos las amenazas que sobre ella se levantan.
Foto: David Melchor Díaz (CC BY-NC-ND)
Director Ejecutivo (2013-2021)
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Máster en Derecho, Ciencia, y Tecnología por la Universidad de Stanford (California, Estados Unidos).