Permiso para innovar

Hacer reglas para los entornos digitales nos plantea, bajo distintas formas, una pregunta sobre cómo imaginamos futuro. Nuestra idea del futuro está necesariamente influenciada por nuestras ideas sobre el presente, sobre la tecnología y sobre la sociedad. En general, toda norma parte de un supuesto de hecho que busca evitarse o promoverse. Así, por ejemplo, las normas sobre pesca o electricidad parten de un estudio técnico sobre el desempeño del mercado o del entorno económico y social del problema. Sin embargo, en países como el nuestro las normas sobre tecnología parten de impresiones y prejuicios que toman el peor escenario posible como indiscutible y no se molestan mucho en verificarlo.

Para quienes usamos y trabajamos con Internet, una computadora o una tablet representan una puerta a un mundo de posibilidades: compartir fotos por redes sociales, jugar World of Warcraft o aprender a programar, mirar películas por Netflix o investigar más sobre Guardianes de la Galaxia o Game of Thrones. Sin embargo, para otro grupo importante de personas esos mismos aparatos representan el peligro de robo de identidad o de tarjetas de crédito, extorsión, pornografía infantil, estafas, entre otros. Esta diferencia de mentalidades no solo tiene que ver con una brecha generacional, sino que es mucho más profunda. Está en parte alimentada por el desconocimiento y también por el miedo infundido por noticias sensacionalistas sobre los peores casos de hackeos, secuestros y demás peligros de la tecnología al que somos expuestos.

Esta división de opiniones no es exclusiva de la tecnología. De la misma manera, desde los automóviles hasta los organismos transgénicos tienen promotores y detractores en todos lados. En todos estos casos, nuestra sociedad tiene que tomar decisiones importantes sobre si los beneficios de determinado fenómeno justifican los riesgos que su masificación implica. La pregunta es cómo deben de tomarse estas decisiones y qué elementos deben de tenerse en cuenta para evaluarlas. Yo creo que en el caso de la tecnología nos equivocamos con frecuencia porque al momento de legislar partimos del miedo, de la ignorancia y por eso nuestra mejor respuesta es la represión.

Muchas de nuestras autoridades, incluyendo congresistas, le tienen miedo a la tecnología. Es lo primero de lo que uno se da cuenta al leer iniciativas como la Ley de Delitos Informáticos o versión inicial la Ley Chehade. No son propuestas que partan de la experiencia o que se sustentan en vacíos legales debidamente identificados por jueces o fiscales. Por el contrario, son formuladas y expresadas desde el espanto que producen los reportajes sobre robos de información o meras impresiones sobre lo que es bueno y malo. Por eso son tan amplias, tan vagas y resultan tan difíciles de comprender: no se escriben desde la experiencia sino desde la suposición. Si aplicáramos la misma mentalidad que aplican nuestros legisladores a otros aspectos, la noticia de un asesinato por envenenamiento nos llevaría a prohibir la venta de veneno para ratas, acido muriático o lejía en todo el país. Sin embargo, no lo hacemos. Pese a que comprendemos que asumimos un peligro al permitir la libre circulación de estas sustancias, la escasa incidencia de asesinatos bajo esta modalidad y la existencia de recursos legales para contestarlos nos ha dejado lo suficientemente tranquilos.

También partimos de la ignorancia porque, muchas veces, las tecnologías son tan recientes que es imposible analizar si van a ser más beneficiosas que peligrosas. Incluso cuando ya tienen varios años en aplicación no se toman decisiones sobre la base de la realidad nacional. A menudo, basta con leer el último reporte de cualquier empresa que fabrica antivirus para concluir categóricamente que estamos al borde del colapso del sistema financiero. También es frecuente que sobredimensionemos los peligros de ciertas conductas respecto de otras. Por ejemplo, podemos pensar que es más común el acoso a menores a través de Internet o el robo de identidad que el fraude o phishing, cuando cualquier usuario peruano puede comprobar en su bandeja de correo lo contrario.[1] En contra de la práctica dominante, la aproximación a cualquier problema relacionado con la tecnología tiene que estar sustentado en la experiencia. Necesitamos dejar tiempo y espacio para que la tecnología se desarrolle y solo así tener los elementos de juicio apropiados para regularla. Muchas de las tecnologías más valiosas que tenemos se han desarrollado desde la libertad y no gracias a un permiso específico otorgado por el Estado.

¿Qué pasa cuando las personas que tienen una idea negativa sobre la tecnología son los encargados de regularla? La ignorancia y el miedo a lo que no conocemos nos llevan a la represión. Castigar, prohibir o someter a aprobación previa parece ser la única conclusión posible frente a un fenómeno que parece más grande que nosotros. Como resultado, muchas ideas innovadoras nunca desarrollan plenamente su potencial o se quedan en papel. Imaginemos, por ejemplo, que ante el fenómeno real de la masificación de la clonación de tarjetas se propone una ley que prohiba a cualquier negocio peruano aceptar un pago con tarjeta que no esté verificado previamente a través de un sistema de huella digital. Esta idea bien intencionada inmediatamente eliminaría las pocas posibilidades que tienen actualmente los negocios a través de Internet de recibir pagos con tarjetas de crédito. Incluso, también podría quedar vedad la posibilidad de que algún desarrollador experimente con métodos alternativos de pago como NFC.

La consecuencia de que se nos niegue el acceso a la innovación o que existan barreras burocráticas para ello no solo significaría una pérdida para las empresas sino, principalmente, para los usuarios. Todos saldríamos perdiendo porque existirían menos ideas nuevas y menos empresas en competencia, con el impacto que ello necesariamente tiene en la calidad de los servicios.

Como lo señala Adam Thierer en su último libro, es importante que pensemos en el impacto que tiene la cultura del permiso en el desarrollo del mercado tecnológico. Él plantea que debemos deshacernos del principio precautorio en materia de innovación y dar paso a la experimentación supervisada. No se trata de promover el libertinaje sino de asegurarnos que cada vez que tomamos decisiones de política pública sobre tecnología lo hagamos de manera informada.

Foto: Tsahi Levent-Levi (CC BY)


  1. Entre mis conocidos, cada vez es más frecuente recibir correos electrónicos fraudulentos de bancos que enlazan a páginas web falsas de Bancos que capturan información de todo tipo, desde datos personales hasta financieros. La Ley de Delitos Informáticos parece haber hecho muy poco para solucionar este problema.  ↩

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