Internet empezó hace más de treinta años en una época muy particular de la historia. Se juntaron en los mismos pasillos el movimiento hippie, el sentimiento antibélico y las tensiones sobre libertades de un mundo todavía dividido por la Guerra Fría. En un grupo de universidades de Estados Unidos y Europa, jóvenes investigadores y estudiantes se preguntaban cómo intercambiar conocimiento libremente y más allá de los límites que los medios de comunicación existentes les imponían. La red que resultó de esos experimentos fue diseñada deliberadamente abierta, heterogénea, descentralizada y necesariamente pública. Ellos pensaban construir quizás un mejor sistema de bibliotecas y colaboración pero terminaron cambiando las comunicaciones del mundo. Fue un poder descentralizado que surgió como respuesta a todas las demás formas de poder anteriores.
Las décadas siguientes ampliaron los usos de Internet, que pasó de ser un recurso académico a convertirse en el soporte de transacciones comerciales, servicios públicos y entretenimiento. Esa es la Internet a la que nos conectamos por primera vez en algún momento de nuestras vidas, quizás más temprano o más tarde que el resto. Quienes nacimos a finales del siglo XX tuvimos el privilegio de crecer en paralelo a esta transformación: la de un mundo donde el acceso a la información pasó de ser una excepción a una regla. Probablemente ninguna otra generación anterior ni futura experimentará el haber vivido en ambas épocas. Como resultado, muchas personas a quienes la tecnología tocó de cerca al crecer hoy son artistas, programadoras, periodistas, científicos o abogados que desarrollan sus carreras a través de la tecnología. Este tremendo privilegio también representa una responsabilidad.